sábado, 3 de octubre de 2009

AZUCAR MORENA

La noche se antojaba excepcional para aquella pareja, el cielo de un color azul oscuro algo grisáceo permitía ver algunas estrellas sumidas e la inmensidad de ese espacio inconmensurable que llamamos universo. Los árboles se balanceaban relajadamente acompañados del lento y rítmico compás que marcaba el viento fresco del caluroso otoño, y las calles vecinas estaban casi desiertas.

Todo aquello no importaba mucho, la aqueja se encontraba dentro de aquel pequeño y cómodo apartamento, ambos encerrados en el cuarto del extraño muchacho –compartir el espacio con compañeros de carrera le impedía establecer otras formas de privacidad. Las dos ventanas del cuarto, muy cercanas una de la otra, se encontraban totalmente abiertas lo cual permitía percibir e incluso compartir un poco de ese maravilloso ambiente exterior, pero sólo apenas. Por todo lo demás, la incomodidad y la tensión de la pareja viciaban el ambiente de aquel lugar compartido.

Ya hacía unos minutos que la muchacha había decidido alejarse un poco de su acompañante pues algunos sentimientos relacionados con los serios problemas de su vida privada que aquel ingenuo muchacho no alcanzaba a comprender le hacían sentir una pesada presión angustiosa que no sabía como quitarse de encima. Ahora se encontraba sentada en el suelo tibio recargada en una blanca pared a escasos pasos de la cama en la que su amante recostado y con algo de inquietud se movía y reflexionaba, tratando de entender a la desdichada mujer que tanto sufría y que tan poca cosa expresaba.

El muchacho, en un intento ingenuo por ayudar a su compañera, tratando de mostrarle que la apoyaba y que no la dejaría sola en esos difíciles momentos, volteó hacia donde se encontraba y la observó con detenimiento:

Su largo y abundante cabello caía desde lo más alto de su cabeza casi hasta su cadera, a muy poca distancia del suelo, todo cuidadosamente acomodado y juntado se deslizaba por su hombro derecho y cubría la mitad de pecho y vientre terminando en unos cuantos mechones ligeramente acairalados. La estética de su cara de rasgos finos se veía interrumpida por una argolla algo tosca que atravesaba a la derecha la fina y sutil nariz respingada y el cigarrillo que iba y venía con frecuencia desde la delgada mano hasta la boca, ambos elementos que el muchacho detestaba, pero que había aceptado hace tiempo ya. Los ojos grandes y oscuros como des granos de café entre charcos de blanca leche miraban un punto fijo sin mucha atención, perdidos en el infinito mundo de sus tristes reflexiones. Sus frescos labios gesticulaban de forma apenas perceptible cuando el cigarrillo de su mano se acercaba a envenenarlos y secarlos con ese humo putrefacto tan delicioso y apreciado por el fumador.

[…]

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